PARTE 2
Y de la misma forma que habían resurgido las figuras, se desvanecieron como el polvo que cubría los barrotes de la cripta vacía. Con un suspiro, aparté los ojos de ella para continuar con mi cometido.
Con paso ligero avancé a través de la girola, descubriendo al fondo, el coro en penumbra. Me giré, dándole la espalda, y mis ojos repararon en el retablo engendrado en el altar mayor. La increíble obra neogótica de un dorado inverosímil trajo a mi pensamiento otro arcano recuerdo. Contemplé conmovida la comitiva de ajuares negros que desfilaba hacia un lado perdido a la izquierda del altar. Acerté a ver cómo las manos del dirigente colocaban un bulto redondo en un cofre de fría piedra, que se fundía con la propia estructura del edificio. Un “sagrario”, custodiado por dos maceros que lo guardarían hasta nuestros días.
“Descanse en paz, Alfonso X, mi querido y amado rey”, dijo, con voz emocionada, el anciano hombre. “Y tú, dichosa Catedral Murciana, seno hoy y siempre del más noble rey que mis ojos vieron y viesen, sean tus rescoldos reflejos cristianos por toda eternidad.”. Se dirigió de nuevo hacia el cofre de piedra y, clavando su rodilla en el suelo, inclinó la cabeza hacia él. “Sabio corazón enamorado de los colores huertanos de una ciudad arrancada de manos musulmanas, dejó su vida en la custodia de su catedral patriota, cargada de cultura, reflejo de Murcia. Un rey que se enamoró de toda ella y otorgó un legado inconcebible para analfabetos de sudor de campo…”. Sus últimas palabras resonaron entre los muros de la iglesia, mientras la comitiva de ajuares negros desaparecía ante mis ojos.
No queriendo despreciar lo que a mis espaldas aguardaba, volví la mirada hacia el resplandeciente coro donde mi interés por la música arcana me hizo reparar en el órgano, cuyo llanto acariciaba rituales religiosos. Caminé, como guiada por la inspiración hasta la portada posterior del grandioso coro, con mis ojos fijos en la frágil figura de una Inmaculada compasiva. Su frontalidad no le restaba belleza ni grandeza, y la policromía avivaba su sereno rostro.
Una pareja de ancianos pasó a mi lado reparando en la imagen, aproveché la distracción para continuar con mi camino, el tiempo se me agotaba. Antes de abandonar el edificio, vi pasar cerca de la preciosa Capilla de Junterón – cincelada en piedra – el fantasma del mítico campanero, contoneándose con su inseparable bota de nocivo vino en las manos.
Salí de nuevo al exterior, a través de la Puerta de las Cadenas, para contemplar la grandeza de una edificación que siempre me había cautivado. La Torre de la Catedral, con casi cien metros de orgullosa altanería, hizo resonar sus campanas; un canto que hacía estremecer todos y cada uno de sus cuerpos.
Agotada, me acerqué a la cruz de la pequeña rotonda rodeada de cadenas, donde me senté a descansar. Sonreí mientras volvía a cerrar los ojos, sintiéndome retornar al interior de la maravillosa construcción murciana. Mi hermosa catedral. Techumbres bañadas en zafiros tejados. Alto-relieves de figuras místicas. Rodeada de escudos de las más altas familias de ésta, mi tierra. Fruto de inspiraciones poéticas y sagradas. Custodia de Santidad. Corona de Murcia. Fortaleza de los fieles devotos. Replique de veinticinco dispares campanas. Soneto de poemas perdidos. Luz, guía de los perdidos. Cima sobre la ciudad-valle. Enamorada de cuantos conociste y cuantos más acogerás entre tus maternales muros de piedra. Faro de los extraviados de corazón y compungidos de alma. Catedral querida, la cual mis jóvenes y torpes ojos no supieron bien apreciar con la inútil escritura mía.
Mª Consolación Pascual del Riquelme Gil de Pareja.