La forma del agua se estrena en España con nota sobresaliente tras su lanzamiento en Estados Unidos. Desde el comienzo, la película delata los gustos y características del director. La voz en off nos sumerge en un cuento acuático que alterna la realidad con la fantasía. Guillermo del Toro de nuevo demuestra ser un hombre que no ha perdido su visión pueril y pintoresca del mundo. Sus obras no solo muestran una cara ficticia, también se puede palpar en ellas delicadeza y emoción. En esta ocasión en concreto, el romance destaca. Un romance que se sale de la línea de cuento de hadas y que deja al descubierto una connotación sexual.
La historia se enmarca en la Guerra Fría. En un contexto de tradición estadounidense de los sesenta, se perciben críticas de actualidad que traspasan más allá de la ficción: la homofobia, el racismo, la misoginia. En definitiva, el rechazo a lo diferente está a la orden del día. Esta realidad se mimetiza con la fantasía en la que un hombre-anfibio (Doug Jones) aparece en escena. Un monstruo cuya apariencia consigue inspirar desde miedo hasta deseo. Representado con un cuerpo digno de un atleta griego, su rostro esboza una mezcla de personajes conocidos: desde Hellboy hasta aquel fauno que vivía entre las ruinas de un laberinto. No sería descabellado tampoco asociar su imagen a uno de los na’vi del film Avatar.
La protagonista, por otra parte, recuerda a una Amélie apagada. Se trata de Eliza Esposito (Sally Hawkins), una chica muda y aparentemente débil que termina por reunir asombrosa valentía. Una joven que, admitámoslo: no destaca por su belleza exterior. Quizá esto provoque que el espectador se integre más fácilmente en los pensamientos de Eliza. Hablamos de una mujer corriente, a la que la vida parece no sonreírle demasiado y que permanece en una rutina absurda. Trabaja como limpiadora en unas instalaciones en las que el Gobierno alberga unos laboratorios secretos, donde se encuentra la “monstruosa” criatura.
Acompañando a Eliza durante la película, observamos unos personajes un tanto unidimensionales la mar de típicos. Los buenos: su compañera de trabajo y una mujer de color, Zelda Fuller (Octavia Spencer), quien contribuye con humor y perspicacia en continuo apoyo a su amiga; y Giles (Richard Jenkins), un pintor homosexual y anciano con el que Eliza comparte piso. Destaca lo supuestamente raro, que al final consigue volverse de lo más normal, llegando a crear un entorno de empatía.
En contraste con estas personas, sale a escena el malo: el Coronel Richard Strickland (Michael Shannon) representa los valores retrógrados y conservadores, en múltiples intentos de matar a la “bestia”. Lo impide el científico Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) en consonancia con los personajes anteriores.
El anfibio se sitúa en uno de los laboratorios, dentro de un tanque lleno de agua. En una de sus tareas matutinas, Eliza acude a este lugar a limpiar, cuando descubre al extraño animal. Desde ese momento, decide visitarlo tanto como puede en secreto. Así, surge un amor mágico entre dos seres que, aparentemente y a ojos de la sociedad, nunca podrían relacionarse. Se traspasan las barreras de lo “bien visto” y alcanza el lenguaje universal en el que las palabras se vuelven innecesarias para que surta el afecto entre esa chica muda y ese monstruo inhumano.
La trama consigue empapar al público con su historia de amor surrealista. De esta manera, la película se posiciona actualmente como la máxima nominada para los Oscar 2018. No obstante, me toca hacer el papel de mala y diferir. Efectivamente, hablamos de un film innegablemente enternecedor que logra calar en cualquiera que lo vea. Sin embargo, se me hace imposible obviar la falta de originalidad que demuestra Del Toro, pues esta historia recuerda a otras que ya existen y sus personajes secundarios resultan como los de cualquier cuento.
Si bien aplaudo la manifestación contra la intolerancia –real hoy en día–, siento reconocer que, más allá de la curiosa relación romántica, el director cae en obviedades con el resto de sus personajes. Del Toro consigue atraparme con una historia que, si pienso de forma un poco retorcida, roza la zoofilia, pero me resulta incluso hermosa. A pesar de ello, el resto de personajes que rodean a los otros dos, llegan hasta a aburrirme. Tenemos al malo y a los buenos amigos de la protagonista que se enfrentan al malo. No me parecería incorrecto afirmar que estos personajes se emplazan en lo plano y típico. Me apena escribir esto siendo consciente de los valores que cada uno esconde al principio, pero en los que, por una razón u otra, no se indaga y se acaban perdiendo.
Lo verdaderamente mejor de la película se queda en la ambientación, el cromatismo que desprende y la música.
El largometraje está triunfando, a mi parecer, por aludir a todos los clichés que emocionan al público. La realidad es que la historia que se anuncia como “conmovedora” está sobrevalorada y se podría comparar a cualquier otra. Resulta un claro reflejo de La Bella y la Bestia, sin siquiera acabar de lanzar el mensaje de protesta con el que por lo menos a mí, me habría convencido.